Vecina La Mercé

Esa noche, Antonio se decidió a curarse del amor de una vez por todas. Estaba seguro: sólo si lograba poseer a la Mercé en cuerpo y alma podría ir olvidándola y con un poco de ayuda de Dios y de su finada madre, seguramente iba a ser capaz nuevamente de cumplir con sus deberes maritales que nunca jamás deben desatenderse si no se quiere aguantar después una yeta (13) que no se suelta más ni siquiera rezando pésame Dios mío en siete iglesias distintas un Viernes Santo.
Hacía como tres meses que Antonio vivía del aire. Nicanora terminó dándose cuenta de la soledad en que la había sumido su hombre en el catre de vacapi (14) cuando lo vio sentado a las dos de la mañana con los ojos bien puestos en la casa de la vecina, exactamente entre la puerta de madera comida y los helechos.
Estaba destinado a no saber nunca bien si fue la desesperación de Nicanora o su deseo que ya era demasiado urgente lo que hizo que se decidiera de una vez a poner fin a tanto sufrimiento. Y como en realidad ya no podía más de amor y estaba a punto de cometer cualquier desacierto, con el poco raciocinio que le quedaba consideró que igual le convenía derretir esa piedra caliente que le entraba en los huesos como los clavos al pobre Jesucristo.
Esa noche, apenas el sueño salvó a Nicanora de seguir viendo a su Antonio con los ojos puestos en otro lado, dejó que su humedad traspusiese los portones de la prudencia. Sudaba hasta la desesperación cuando saltó el cercado de alambre de púa y el hediondo [30] chiquero hasta llegar después de su alma entre los helechos y la puerta de madera comida. Antes de darse cuenta se encontró en la piecita oliendo con apuro ese aroma impensable que subía justo del centro de la cama.
En el escaso trecho que faltaba para alcanzar a tocar a la Mercé, fue palpando en el suelo un bicho, una vela apagada, un trapo y una palangana llena de tierra. Su locura determinó enseguida que todo ello había sido puesto allí a propósito para retardar el gozo del amor y hacerlo más dulce todavía. Una respiración como remota lo soltó del todo hacia adelante, y ya no quiso saber nada más del mundo.
A medida que iba destapando a la Mercé, pura cabellera negra y piel de luna sobre la cama, su destino se iba cumpliendo gota a gota. De algún modo en el que no tenían nada que ver sus ojos que habían quedado para siempre puestos entre la puerta y los helechos, pudo ver enteramente a la Mercé, pura cabellera, cuencas vacías, huesos blancos.
Nicanora sintió el alfiler de su llanto alas dos de la madrugada. Tuvo la seguridad de que había sido abandonada a la soledad para el resto de su vida, cuando vio a su Antonio con los ojos perdidos sin remedio en la casa de la Mercé. [31]

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Acerca de la autora

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Biobibliografía

Amanda Pedrozo nació en Asunción, Paraguay, el 14 de diciembre de 1955.
Estudió Letras en la Universidad Católica. Trabajó en varios diarios y revistas del país como periodista, y actualmente es directora del Dario Popular.
Integró el Taller de Poesía Manuel Ortiz Guerrero, con cuya editorial publicó sus primeros poemas: Poesía Taller, Y ahora la palabra, Poesía Itinerante. Con este grupo, participó en recitales, festivales, tertulias literarias, Káso Ñemombe'u. Publicó en varias antologías nacionales e internacionales.
Actualmente forma parte del Nire (Núcleo de Integración Regional de Escritores) y de Los Puños de la Paloma. Participó de mesas redondas, congresos, simposios, recitales y ferias del libro, en Santa Fe, Corrientes, Florianópolis, Entre Ríos, Resistencia, Ituzaingo, Porto Alegre, entre otros. Publicó sus cuentos en la revista "Palabras Escritas" y en "Prostibularias", ambas del Nire, así como en la antología virtual "Desde el silencio", de "Los Puños de la Paloma".
Publicó: "Mujeres al teléfono y otros cuentos" ( juntamente con Mabel Pedrozo); "Las cosas usuales" (poemas); "Mal de amores" (poemas), "Diario del bosque del Este" (cuentos para niños).