El apepú

No es que Toma'i fuera mudo ni escaso de entendimiento. Pero andaba por el mundo como pandorga sin liña. Terminaron por dejarlo en el único lugar capaz de calmar su llanto y esos gemidos como de deudo de muerto. Entonces instalaron al niño frente a la máta (18) de apepú (19), y desde ese momento todos pudieron desentenderse de su presencia sin gran esfuerzo. Tardes hubo en que el mita'i (20) se negaba a entrar a la casa. Lo sabían por el silencioso estironeo que los ponía fuera de sí, lo sabían al ver que el enojo le rompía en dos el moco de la cara.
Poco tiempo pasó para que dejaran de esforzarse por quererlo, lo que hicieron sin sentimiento de culpa porque en eso se apoyaban unos a otros y después de todo el niño parecía no querer a nadie. Su delirio acabó con toda la paciencia que había en la casa de una sola vez. Se cansaron verdaderamente y mediante eso Toma'i pudo tenderse en paz los días enteros junto a la planta, sobando con sus deditos el nacimiento de las raíces, sin que nadie perdiese los estribos por eso. La desidia familiar había llegado hacía rato al colmo, pero él parecía agradecido cada vez que olvidaban meterla a la casa cuando llegaba la noche. La abuela Tomasa era la única que se pasaba los días persiguiendo con los ojos la obsesión de la criatura. La abuela Tomasa vivía llena de humillaciones y miedos. Se sentaba en su corredorcito en una hamaca. Se hurgaba la nariz, armaba su rodete con ayuda de un aropi (21) de oro que cuidaba más [34] que su vida o frotaba por sus piernas ensumidas (22) un pedazo de grasa de gallina que nadie más que ella podía tocar. La abuela Tomasa cayó en desgracia desde cierto rapto de taradez que tuviera como fruto de los cuatro vasitos de licor de huevo que se tomó sin respirar en memoria de tío Ceferino, quien murió pidiendo que le acercaran un traste (23) de mujer para no irse al otro mundo con las ganas. Fue cuando eso que la familia aprovechó para confinarla a una piecita en el fondo del patio, y jamás volvió a tomarla en serio aunque ella no volvió a reírse en toda su vida.
A medida que los otros se las arreglaron para no acordarse más de la molestia, Inocencia Socorrida enloquecía de pavor cada vez que veía a su hijo prendido a la planta de apepú. Le corría por la mente la idea de cortar el árbol pero las cuatro veces su intención chocó con las manitas llenas de tierra de la criatura. Inocencia Socorrida terminó haciendo la señal de la cruz cada vez que veía desde la cocina a Toma'i prendido al árbol de sus pesadillas.
La abuela Tomasa miraba cuanto iba aconteciendo y cada vez el rodete le salía más apretado y tenía que pasarse más veces el pedazo de grasa de gallina por las piernas ensumidas si quería contentarse. El apepú ese año reventó de flores y era tan intenso el olor en esa parte del patio, que únicamente Toma'i era capaz de aguantarlo. Juntaba minuciosamente los pétalos blancos que caían en círculo y reconstruía flores sobre las raíces del árbol. Mientras duró el tiempo de las frutas Toma'i se alimentó exclusivamente de la pulpa y hasta las hojas, lo que alivianó a todos del trabajo de llevarle de vez en cuando algo que comer y tomar. A medida que las manos se le quedaban amarillas y agrias el niño fue centrando su silencio y cuando la abuela notó su desesperación se instaló del todo en la hamaca esperando lo que había de pasar sin falta.
La lluvia del Viernes Santo comenzó con un rayo que echó [35] abajo la planta de apepú, momento exacto en que abuela y nieto llevaron corriendo su ansiedad hasta el árbol arrancado de cuajo. Toma'i empezó a cavar con apuro en medio de un llanto que le corría a chorros por el alma y que sólo la abuela podía ver porque era como si tuviera memoria de esas cosas desde antes, hasta que sus manos amarillas y agrias sacaron del todo la cajita de madera podrida que tenía dentro un poquito de tierra y unos cuantos huesos como de paloma muerta.
La abuela Tomasa se acostó esa noche tranquila por primera vez, después de acunar entre sus brazos a Toma'i para irle contando con esmero aquella vieja historia familiar que terminaba con un angelito enterrado en una cajita de madera, hasta esa lluvia del Viernes Santo que comenzó con un rayo. [37]

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Acerca de la autora

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Biobibliografía

Amanda Pedrozo nació en Asunción, Paraguay, el 14 de diciembre de 1955.
Estudió Letras en la Universidad Católica. Trabajó en varios diarios y revistas del país como periodista, y actualmente es directora del Dario Popular.
Integró el Taller de Poesía Manuel Ortiz Guerrero, con cuya editorial publicó sus primeros poemas: Poesía Taller, Y ahora la palabra, Poesía Itinerante. Con este grupo, participó en recitales, festivales, tertulias literarias, Káso Ñemombe'u. Publicó en varias antologías nacionales e internacionales.
Actualmente forma parte del Nire (Núcleo de Integración Regional de Escritores) y de Los Puños de la Paloma. Participó de mesas redondas, congresos, simposios, recitales y ferias del libro, en Santa Fe, Corrientes, Florianópolis, Entre Ríos, Resistencia, Ituzaingo, Porto Alegre, entre otros. Publicó sus cuentos en la revista "Palabras Escritas" y en "Prostibularias", ambas del Nire, así como en la antología virtual "Desde el silencio", de "Los Puños de la Paloma".
Publicó: "Mujeres al teléfono y otros cuentos" ( juntamente con Mabel Pedrozo); "Las cosas usuales" (poemas); "Mal de amores" (poemas), "Diario del bosque del Este" (cuentos para niños).