Don Cayé

Una de las tantas noches que Cleodolina se echó en el catre al lado de su hijo con ánimo de alzar en su aliento el mal que iba poniéndolo amarillo y como al borde de la muerte, sintió que le corría por el centro de la nuca la mirada extraña de don Cayé, su concubino.
Don Cayé que andaba por la vida mateando. Sus noches las dividía en momentos para hurgarse la nariz, momentos para salir al patio oloroso a yuyos y escoger hierbas que llenaban de pavor a Cleodolina, momentos para dormirse y mirar mientras tanto con un ojo a la mujer y al niño, momentos para hacerle el amor a Cleodolina contra voluntad y natura, y momentos para matear otra vez interminablemente hasta que se dormía mirando con un ojo al pobre niño que cada día se iba entregando más a la debilidad.
Cleodolina había apelado al santo rosario, había ofrecido cuatro días de ayuno a San La Muerte pidiéndole que se la llevara a ella y no a su hijo, había sacado la platita que tenía guardada en su corpiño para pagar los jarabes que le recetaron en el centro de salud, había aguantado un día entero de pie esperando que la payesera (6) le hiciera el trabajo de sanación, y finalmente con esa desesperación que ya le estaba comiendo los sesos y le llenaba de bichos colorados la barriga, se resignó a pasar las horas protegiendo con su cuerpo el pedacito de su alma que se consumía de fiebre y frío en el catre.
La mecha del mbopi (7) temblaba su ardimiento en la carita [18] ajustada del enfermo. Cleodolina se puso a espiar a través de él la mirada de don Cayé que le recordó enseguida la siesta en que naciera el pequeño bajo la resolana caliente de enero que entraba por la ventana. Bajo esa resolana el concubino llegó con su odio hasta la hamaca donde dormía el niño y con las manos duras de la ansiedad procuró estrangularlo hasta que ella le hizo ver con el cuchillo de su grito que esa criatura era su carne y su sangre para siempre. Bajo esa protección el niño tenía que haber ido creciendo sumido el cuerpito en la hamaca, pero el odio de don Cayé logró envenenar de reojo la leche de los senos de Cleodolina. El horror no la dejó un segundo desde ese momento, y ni dormida podía espantarlo porque la estaba esperando al comienzo del sueño para volverla de golpe a los ojos infelices de don Cayé.
Nunca dejó que se acercase siquiera al niño, pero eso no impidió que la muerte fuera tumbando su cuerpito amarillo que entre arcadas y fiebre se iba hundiendo en un frío como de ladrillo mojado. Ese día el miedo fue menor que la desesperanza. Como en un velorio anticipado, Cleodolina se tendió al lado de su niño y procuró conformarse. Hasta que el espanto de la vida la rescató de ese otro espanto en el que uno podía al menos rezar para despertarse. La verdad que se le había estado resbalando todos los días estaba ante ella. Una sombra formaba una curva perfecta en la pared, de este lado del mbopi. Inclinada sobre la forma alargada de la hamaca. Donde hundía la boca en la boquita fría del niño, soplándole una hediondez insoportable.
Cuando Cleodolina gritó por segunda vez en su vida don Cayé empezó a correr hacia la soledad y el sino, la cara transformada, los dientes afuera, con el odio prendiéndole los ojos. Esa misma noche, Cleodolina se fue para nunca más volver, llevándose al pequeño casi muerto de frío y lleno de olor de cementerio en la piel amarilla.
Dicen que la criatura fue bautizada por si acaso en siete iglesias, dicen que sanó de a poco aunque tuvo que vivir todos los días con una cruz en el pecho, como un santo, porque si no enseguida le faltaba el aire y comenzaba a enfriarse. Dicen que jamás la gente del pueblo volvió a saber lo que se hizo de don Cayé, [19] aunque extrañamente el perro que los vecinos mataron un miércoles de luna, hartos de tanto aullido y tanto miedo de las mujeres, corrió a morir lo que le quedaba de vida en la casa de don Cayé. Y que su sombra pintaba una curva perfecta sobre la hamaquita del niño. [21]

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Acerca de la autora

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Biobibliografía

Amanda Pedrozo nació en Asunción, Paraguay, el 14 de diciembre de 1955.
Estudió Letras en la Universidad Católica. Trabajó en varios diarios y revistas del país como periodista, y actualmente es directora del Dario Popular.
Integró el Taller de Poesía Manuel Ortiz Guerrero, con cuya editorial publicó sus primeros poemas: Poesía Taller, Y ahora la palabra, Poesía Itinerante. Con este grupo, participó en recitales, festivales, tertulias literarias, Káso Ñemombe'u. Publicó en varias antologías nacionales e internacionales.
Actualmente forma parte del Nire (Núcleo de Integración Regional de Escritores) y de Los Puños de la Paloma. Participó de mesas redondas, congresos, simposios, recitales y ferias del libro, en Santa Fe, Corrientes, Florianópolis, Entre Ríos, Resistencia, Ituzaingo, Porto Alegre, entre otros. Publicó sus cuentos en la revista "Palabras Escritas" y en "Prostibularias", ambas del Nire, así como en la antología virtual "Desde el silencio", de "Los Puños de la Paloma".
Publicó: "Mujeres al teléfono y otros cuentos" ( juntamente con Mabel Pedrozo); "Las cosas usuales" (poemas); "Mal de amores" (poemas), "Diario del bosque del Este" (cuentos para niños).