Chingolí

-Chingolí, omano niko (34) ña Deidamia.
-E'ána anga (35). Que Dios lacoja (36) confesada.
-Y quién pa le va bañar. Tepoti meme (37) su hija kuéra.
-Dónde lo que está mi chal. Esperáme que mi hijo.
-Traéna luego ya tu rosario de una ve. (38)
-Y mi rosario.
Los perros hicieron tocorré (39) de la noticia de la muerte, no se podía andar un paso pero Chingolí atravesó la mitad del barrio envuelta en su chal de lana y rezando fervorosamente un rosario por el alma de la fallecida que por lo menos era buena casada y aguantadora de su marido. Detrás de ella venía el loquito trotando y tocándose los talones con las puntas de los dedos de las manos, cosa que descontrolaba sin falta a Chingolí pero aguantaba cristianamente porque los tilingos son protegidos de nuestro Señor Jesucristo de los Clavos, que es el único que sabe para qué los puso en el mundo tal como son.
Los gallos anunciaron el acontecimiento a la medianoche, tres minutos después que el loquito que podía oler la muerte y por eso siempre se adelantaba, cosa que le hacía sonreír contento cada vez que podía pensar. Conocida era la projimidad del muchachito, y todo el mundo estaba seguro de que esto era por obra y gracia de [46] la Virgen de los Dolores, para demostrar la grandeza del Todopoderoso.
Pronto Chingolí estaba haciendo todos los cumplimientos elementales de su oficio, como llorar prendida al cuello del pariente más insensible hasta hacerle lamentarse como corresponde, saltar histéricamente ante la sombra amarilla de la difunta, recordar a gritos lo buena que fue en vida, poner bajo la cama un vasito lleno de agua para que el espíritu de ña Deidamia pudiese beber por última vez como era de rigor, eliminar de golpe todas las santa Rita y reemplazarlas por olorosos jazmines, hortensias y ramitos de resedá, controlar que alguien se encargase de preparar cocido, de limpiar la salita donde tenía que exhibirse a la finada apenas amaneciera, de llamar a los deudos más lejanos sin olvidar a ninguno, de arrinconar a los niños en una pieza para que no molestasen a los dolientes.
Nadie conocía como ella la manera de limpiar tal cual se debe a un difunto. Salió a arrancar del patio hojas de ruda, ka're y menta. Por la mirada desamparada del perro enseguida se dio cuenta de que estaba helando.
-Estos judió (40), ni la latona (41) prepararon. Para eso una se toma el trabajo de morirse decentemente.
-Allaite etá sobre el pozo, Chingolí. Yo te traigo ahora mímo, no te enójena.
El loquito fue y vino trotando, tocándose los talones descalzos con una de las manos, no se sabía si de puro frío de puro tilingo. En la otra traía la latona que tenía en su fondo un espejo de agua helada. Entraron y salieron, y pronto la fallecida estaba metida entre el agua de la latona y el canto extraño del loquito, costumbre esta que sin falta emocionaba a Chingolí y la hacía llorar porque entendía que Dios hizo para algo a los niños cabezudos y a los tilingos. Como siempre en estos casos, se puso a chupar a sorbos su [47] propio moco arrastrando una oración por los difuntos y también un Dios te salve reina y madre.
-Ha de tener frío pa, Chingolí.
-Los muertos no sienten frío, mi hijito.
-Entonce na vamo ponele desnudita nomá en su cajón.
-E'ana, eso no se dice, herejía es y ofensa porque su espíritu no se puede presentar sin la virtud de la ropa delante de nuestro señor.
-Y entonce pa tiene frío.
-Y sí mba'e. Pasame su brazo, sobale un poco porque así mante vamos a poder manejarle.
-Yo na lavo su humanidá (42), Chingolí, dálena.
-¡Jesús! date la vuelta mi hijito, andá a traerme otra sábana mba'e. Para secarle.
Pronto la difunta estaba limpia como ella sola y seis de sus agujeros cubiertos con menta y ka're. Dos moneditas hacían luna llena sobre sus párpados cada vez que la luz de las velas se hamacaban con un soplo de aire.
-Pobre anga Eleonora, Cándida y Estercita.
-Mba'e. Tepoti memete son.
-Y dónde pa está don Tomás.
-Oime okete (43).
-Que la Virgen ampare a la finada y perdone a su viudo.
Las parientas principales opinaron por turno que la nariz de ña Deidamia parecía afilada y que sus mejillas estaban casi coloradas. Alguien preguntó y eso era algo que hacía enojar sin falta a Chingolí, pero ella se resignaba cristianamente y respondía.
-Es porque le fregué con la florcita colorada.
-Para que no esté tan fea.
-Y que nadie se asuste.
-¡Ayyyyna mamita! [48]
Chingolí empezó el primer rezo con la finada todavía en la cama y a medida que iba agregando emoción al rosario con frases de su propia cosecha, sentía que cumplía su designio en la vida. Para cuando Eleonora, Cándida y Estercita se habían desmayado tres veces cada una, hizo la pausa necesaria para que entrase de repente el canto extraño del loquito. Empezaron las lamentaciones, salieron por la ventana ordenadamente y fueron a pisar la hierbabuena helada para irse de allí casa por casa. Chingolí recitó los misterios aplicadamente y dijo una oración por las ánimas del Purgatorio.
Después se encargó de que la finada estuviese bien cómoda, en el cajón, que llegó recién a las siete de la mañana. Le sacó las dos monedas que para esa hora ya habían cumplido su misión, colocó una ramita de ruda bajo la almohadilla y controló que el vasito de agua se colocase justito bajo la mesa donde había sido puesta ña Deidamia con sus dos mejillas casi coloradas. Hizo la señal de la cruz y pidió perdón por sus pecados, aprovechando la ocasión.
-¿Y tu devoción, Chingolí?
-Ya voy a hacer mi hijito.
Juntos empezaron un largo rezo que no tenía final y era para ir adormeciendo la casa entera. El tilingo se dedicaba a alzar las piernas cada vez que no se le miraba, y era para tocar con delicia o desentendimiento sus talones, una vez con la derecha, una vez con la izquierda y vuelta lo mismo. Se quedó como estaca cuando vio que Chingolí sacaba de entre su corpiño un puñal con olor a ruda. Cayeron sobre el cajón pedacitos de aroma y Chingolí cumplió su devoción. El rostro del tilingo resplandecía de dicha o pavor. Cuando salieron, ella envuelta en su chal marrón y él trotando detrás, ella soportando con cristiandad la histeria que le producía siempre la ocurrencia del mita'i que no paraba de tocarse ya saben qué, él pidiendo como si tuviese en la boca algún caramelo de azúcar.
-Chingolí, vamo pue ver.
-Más allá, mi hijito, más allá.
-Pero vámona ver ya. [49]
-Y bueno mba'e.
El dedo meñique de la finada, bien envuelto en ruda y menta, estaba helado. Chingolí lo supo enseguida por los ojos desamparados con que la miró el muchacho mientras lo tuvo apretado sobre su pecho. Después de eso vino la emoción del canto extraño que les sale a los tilingos del fondo del alma, con propósitos misteriosos que sólo Dios conoce. [51]

1 comentario:

amelia arellano dijo...

Tu narrativa es como vos, te representa , ya casi se asoma una lágrima cuando debemos reemplazarla por una sonrisa.
Bravo Amandita!!

Acerca de la autora

Acerca de la autora

Biobibliografía

Amanda Pedrozo nació en Asunción, Paraguay, el 14 de diciembre de 1955.
Estudió Letras en la Universidad Católica. Trabajó en varios diarios y revistas del país como periodista, y actualmente es directora del Dario Popular.
Integró el Taller de Poesía Manuel Ortiz Guerrero, con cuya editorial publicó sus primeros poemas: Poesía Taller, Y ahora la palabra, Poesía Itinerante. Con este grupo, participó en recitales, festivales, tertulias literarias, Káso Ñemombe'u. Publicó en varias antologías nacionales e internacionales.
Actualmente forma parte del Nire (Núcleo de Integración Regional de Escritores) y de Los Puños de la Paloma. Participó de mesas redondas, congresos, simposios, recitales y ferias del libro, en Santa Fe, Corrientes, Florianópolis, Entre Ríos, Resistencia, Ituzaingo, Porto Alegre, entre otros. Publicó sus cuentos en la revista "Palabras Escritas" y en "Prostibularias", ambas del Nire, así como en la antología virtual "Desde el silencio", de "Los Puños de la Paloma".
Publicó: "Mujeres al teléfono y otros cuentos" ( juntamente con Mabel Pedrozo); "Las cosas usuales" (poemas); "Mal de amores" (poemas), "Diario del bosque del Este" (cuentos para niños).