© Amanda Pedrozo Cibils

El resucitado

La única que se animó a vivir con el resucitado, además de su perro Aniceto, fue Ester. Vecinos, amigos y también parientes procuraban olvidar que lo conocían aunque sea de vista. Los que no podían borrarlo de su entendimiento dejaron de dormir y dejaron de comer porque no soportaban la responsabilidad del misterio. Decían que Nicolás Teodolito había muerto una vez y que desconsideradamente volvió a la vida cuando ya lo llevaban a darle cristiana sepultura. Uno contó haciendo en el nombre del Padre por si acaso que en noches de luna llena que es cuando se gestan las niñas y los empayenamientos (1) hacen efecto, el resucitado arrastraba su maldición por las calles del pueblo con cuerpo de perro negro y cara de infelicidad.
Matilde Asunción Resquín, la madre de Nicolás Teodolito, no pudo aguantar más tiempo sin abrir las piernas. El miedo no la dejaba respirar tranquila y aunque estuviera en el catre yacía como bien muerta, no sea que el propio hijo de sus entrañas le pasara por en medio y le trasmitiera la marca de la desgracia.
Consecuentemente y considerando su tendencia natural que era contraria a tanta modosidad en el sentarse y pararse, llenó de pindo karai (2) trenzado el nicho de San Miguel y como ya no tuvo tiempo para pedirle protección, dejó prendida una vela y fue a instalarse para toda la vida en la casa de su cuñado, con quien en vida de su marido se le había ido la rienda tres veces seguidas pero [14] sólo por necesidad carnal y sin pecar verdaderamente, puesto que se arrepintió como es debido con la ayuda de la Virgencita, a quien regaló en agradecimiento sus zarcillos de filigrana.
Cuando los vecinos, amigos y también parientes la vieron abandonar al hijo de sus entrañas, los que habían podido olvidar que conocían a Nicolás Teodolito recordaron de repente y los otros pudieron confirmar así el espanto. Entre lunes y miércoles y en la hora en que todo el pueblo tenía los ojos más abiertos y las piernas más cerradas se escuchaba por todas partes la preocupación de los perros y era en ese momento justo que Ester abrió el portón de tacuara (3) para hacerle el favor al resucitado y de paso a sí misma puesto que ya había cumplido sobradamente su obligación de viuda con el que en vida fuera.
Nadie supo nunca en qué momento Ester comenzó a parecerse a su compañero. De su palidez se dieron cuenta los vecinos repentinamente cuando la vieron arrancando hojas de ruda (4) en el patio, y enseguida todos hablaban de premoniciones y sueños extraños. A los pocos días Matilde Asunción Resquín volvió por única vez a pisar la casa, para mirar a su nuera muerta y cumplir su sagrado deber de madre contándole a su hijo lo que se andaba diciendo.
-Creen que le pasaste entre las piernas a Ester.
-Dios me libre y guarde.
-Y que le chupaste la respiración.
...
Era lunes de luna llena cuando un perro negro con cara de infelicidad cruzó el cementerio. Era martes antes del cocido (5) y la tortilla cuando los vecinos llegaron allí corriendo con el pálpito en el alma. Con esa mirada de los que ya sabían abarcaron por turno el cajón abierto, la tapa arrancada, los pedazos comidos de Ester, la que se animó a vivir con el muerto. [15]
Matilde Asunción Resquín procuró cruzarse con su hijo para contarle lo que se andaba diciendo.
-Creen que fuiste vos.
-Dios me libre y guarde.
-Y tenga misericordia de la finada.
Al día siguiente de eso, Nicolás Teodolito murió desangrado. Nadie supo nunca si se mató de vergüenza o de dolor. Los vecinos, amigos y también parientes que entraron al fin a la casa después de nombrar uno a uno los misterios, tuvieron tiempo de ver cómo el perro Aniceto todavía estaba desgarrando, revolviendo pedazos, seleccionando huesos, comiendo. [17]

Don Cayé

Una de las tantas noches que Cleodolina se echó en el catre al lado de su hijo con ánimo de alzar en su aliento el mal que iba poniéndolo amarillo y como al borde de la muerte, sintió que le corría por el centro de la nuca la mirada extraña de don Cayé, su concubino.
Don Cayé que andaba por la vida mateando. Sus noches las dividía en momentos para hurgarse la nariz, momentos para salir al patio oloroso a yuyos y escoger hierbas que llenaban de pavor a Cleodolina, momentos para dormirse y mirar mientras tanto con un ojo a la mujer y al niño, momentos para hacerle el amor a Cleodolina contra voluntad y natura, y momentos para matear otra vez interminablemente hasta que se dormía mirando con un ojo al pobre niño que cada día se iba entregando más a la debilidad.
Cleodolina había apelado al santo rosario, había ofrecido cuatro días de ayuno a San La Muerte pidiéndole que se la llevara a ella y no a su hijo, había sacado la platita que tenía guardada en su corpiño para pagar los jarabes que le recetaron en el centro de salud, había aguantado un día entero de pie esperando que la payesera (6) le hiciera el trabajo de sanación, y finalmente con esa desesperación que ya le estaba comiendo los sesos y le llenaba de bichos colorados la barriga, se resignó a pasar las horas protegiendo con su cuerpo el pedacito de su alma que se consumía de fiebre y frío en el catre.
La mecha del mbopi (7) temblaba su ardimiento en la carita [18] ajustada del enfermo. Cleodolina se puso a espiar a través de él la mirada de don Cayé que le recordó enseguida la siesta en que naciera el pequeño bajo la resolana caliente de enero que entraba por la ventana. Bajo esa resolana el concubino llegó con su odio hasta la hamaca donde dormía el niño y con las manos duras de la ansiedad procuró estrangularlo hasta que ella le hizo ver con el cuchillo de su grito que esa criatura era su carne y su sangre para siempre. Bajo esa protección el niño tenía que haber ido creciendo sumido el cuerpito en la hamaca, pero el odio de don Cayé logró envenenar de reojo la leche de los senos de Cleodolina. El horror no la dejó un segundo desde ese momento, y ni dormida podía espantarlo porque la estaba esperando al comienzo del sueño para volverla de golpe a los ojos infelices de don Cayé.
Nunca dejó que se acercase siquiera al niño, pero eso no impidió que la muerte fuera tumbando su cuerpito amarillo que entre arcadas y fiebre se iba hundiendo en un frío como de ladrillo mojado. Ese día el miedo fue menor que la desesperanza. Como en un velorio anticipado, Cleodolina se tendió al lado de su niño y procuró conformarse. Hasta que el espanto de la vida la rescató de ese otro espanto en el que uno podía al menos rezar para despertarse. La verdad que se le había estado resbalando todos los días estaba ante ella. Una sombra formaba una curva perfecta en la pared, de este lado del mbopi. Inclinada sobre la forma alargada de la hamaca. Donde hundía la boca en la boquita fría del niño, soplándole una hediondez insoportable.
Cuando Cleodolina gritó por segunda vez en su vida don Cayé empezó a correr hacia la soledad y el sino, la cara transformada, los dientes afuera, con el odio prendiéndole los ojos. Esa misma noche, Cleodolina se fue para nunca más volver, llevándose al pequeño casi muerto de frío y lleno de olor de cementerio en la piel amarilla.
Dicen que la criatura fue bautizada por si acaso en siete iglesias, dicen que sanó de a poco aunque tuvo que vivir todos los días con una cruz en el pecho, como un santo, porque si no enseguida le faltaba el aire y comenzaba a enfriarse. Dicen que jamás la gente del pueblo volvió a saber lo que se hizo de don Cayé, [19] aunque extrañamente el perro que los vecinos mataron un miércoles de luna, hartos de tanto aullido y tanto miedo de las mujeres, corrió a morir lo que le quedaba de vida en la casa de don Cayé. Y que su sombra pintaba una curva perfecta sobre la hamaquita del niño. [21]

Atilana

Ramoní estuvo todos esos días pensativa. Miraba desde su sillón de mimbre a su nieta que cantaba perdida en un sueño repetido, donde se le aparecía el amante nocturno con su olor a monte y misterio destapándola despacito para ir hundiéndose después con fuerza en su cuerpo sin decir una sola palabra. La nieta, Atilana, había cambiado desde entonces. Ella, de tristeza larga, estaba loca de contento.
-Viste cómo se le nota.
-Se le nota a la legua, anda en amores.
El tranco de cabrita nueva de la nieta, los pasos que no se oían al borde de la cama sino más lejos y como afuera bajo los mangos, el olor a sobaco húmedo que quedaba pegado hasta a las paredes de tacuara y barro colorado después de que el amado intruso hurgara bajo el camisón de bombasí rosado de Atilana sin que esta hiciera nada salvo exhalar su olor para juntarlo con el otro aroma desvanecedor, fueron haciendo el milagro de rejuvenecer a la anciana pero sin traerla de vuelta de su carne machucada sin pena ni gloria.
De día no podía dormir: quería apropiarse con los ojos de todo lo que quedara sobre el cuerpo satisfecho de Atilana. A veces le dolían las arrugas cuando con su escasa vista percibía un arañazo en los hombros carnosos de la muchacha o un moretón azulado en el cuello. De noche tampoco podía, porque esperaba con los ojos prendidos en la oscuridad el andar extraño que no podía oír, pero que sentía de golpe en la punta de su ansiedad. Había llegado a comer un poco de tabaco que él, en su silenciosa puntualidad nocturna, dejó tirado al borde del catre.
A Ramoní le sirvió la pequeña sustancia marrón para el día entero. Se la pasó mascando de a puchitos, hasta que tuvo que [22] resignarse a tragarse con la saliva terrosa el último resto de sueño que le quedaba. Después se quedó pensativa en el sillón de mimbre, fraguando la felicidad, el colmo, el desespero amoroso.
Esa noche iba a concretar la locura. Ni pudo tragarse el guiso de pájaros que Atilana preparó saltando: la muchacha venía haciendo de ese modo todas las cosas en los últimos días, desde que empezó a florecer en la humedad de la noche. Así que Ramoní enredó tanto las cosas, inventolas mil y una, y entre vuelta y vuelta de cuentos que iba soltando a la nieta, esta no tuvo voluntad para rechazar un vasito de guaripola (8). A un vasito siguió otro, y finalmente Atilana terminó durmiendo en la cama de su abuela, y esta se tumbó en el catre de la muchacha, envuelta en el camisón rosado de bombasí que olía a una flor y a un cielo cargado de lluvia.
Llegada la medianoche, Ramoní tenía el espíritu dispuesto y el cuerpo venía detrás. Primero en la noche se sintió una alteración de gallinas desde la esquina del tatakua (9). Después, el viento pareció detenerse sobre la puerta y Ramoní sintió con el olfato que él, el amado silencioso, ya estaba allí, que ya la tocaba casi, que ya lo tenía encima, hurgándole el camisón rosado de bombasí con una violencia increíble que la arrojó sobre sí misma y la replegó en su sorpresa y su locura. En el centro mismo de un relámpago, tuvo todas las certezas en un solo instante.
Lo vio, más fuerza que cuerpo, más negro que el más oscuro de los pecados, más húmedo que la respiración del abuelo cuando el asma lo sumía en la demencia. Puro pelos y ojos encendidos, el amado sustraído por una noche, el apenas entrevisto, silbó una sola vez, y la estranguló. Dicen que el Señor de la Noche (10), aquel cuyo nombre en guaraní no debía jamás ser pronunciado, había estado en la casa y que había matado a Ramoní. Atilana, desde el [23] segundo, extravió su pensamiento y corrió a buscarlo para siempre entre los frondosos mangos y la dudosa soledad del tatakua.
-Esa chica delira, arde y tiene la piel fría.
-Que Dios y la Virgen le den su divino amparo. [25]

El gallinero

Tenía diez años cuando se decidió a irrumpir en la vida de las gallinas, casi sin que ellas se dieran cuenta. Aprovechó una tarde olorosa a reciente aguacero y la fascinación de las gallinas por el arco iris. Los círculos amarillos de sus ojos estaban pegados al cartón azul de arriba cuando Benefrida comenzó a formar parte del gallinero, ya para siempre desde ese lado donde era posible bambolear el maíz entre los dientes hasta hacerlo puré con leche de saliva.
Para eso las había observado por años, desde el mismo momento en que la dejaron salir del pozo de tierra apisonada que su abuela había cavado para que no se arriesgase demasiado en ese gateo que estaba cerca del desvarío. A aquel horizonte de tierra colorada le siguió en su vida ese otro límite de alambres cruzados y pronto sus ojos se hicieron tan baqueanos a esa única visión, que podían seguir repitiéndola hasta cuando no estaban abiertos.
Su obsesión por el gallinero fue un alivio para la abuela, que ya decía que no había que encerrarla tanto. Nadie tenía tiempo para quebrantarse en esa casa. A un niño siguió otro y puchar por la vida les llevó tanto tiempo, que terminaron dejándola instalada en ese pequeño espacio entre la batea de los chanchos y la planta de pomelo.
Entre todos pero sin decir una palabra concluyeron en que Benefrida salió tilinga como la tía Prudencia, y que igual que ella ya no tenía solución. También entre todos la olvidaron, ayudándose unos a otros en ese trance familiar vergonzoso.
Cuando dejaron de fijarse en su presencia, la niña ingresó al gallinero, entre un aletear silencioso de las gallinas que miraban con fascinación un arco iris colocado en el medio del olor a aguacero [26] reciente y la procesión que le pasaba por dentro justo en ese momento.
Las gallinas se habían acostumbrado desde hacía años a verla, y para decir la verdad completa, ni se percataron de que alguna vez había estado del otro lado del alambre tejido. Esa misma noche la inquilina subió a la planta de pomelo con las gallinas, ahuecando los brazos y cediendo las ramas de privilegio alas más antiguas. La abuela fue la primera que la vio al día siguiente escarbando con las manos para elegir los granos de maíz e irlos aplastando despacito entre los dientes.
Hubo una corrida familiar y nadie supo nunca quién entró primero al gallinero para tratar de sacarla. Apenas los vio, Benefrida se tumbó al suelo echando espuma por la boca. Nadie tenía tiempo en la casa para quebrantarse demasiado, así que la dejaron y se fueron a revolver cada uno sus cosas, sin falsos remordimientos. Al día siguiente la abuela entró al gallinero seguida por los chicos más grandes de la casa, para intentar nuevamente volver a Benefrida al ámbito familiar. Pero la niña aleteó salvajemente, se prendió por el alambre tejido y desde allí se defendió con las uñas. La abuela salió horrorizada.
-Esa niña salió tilinga.
-Igualito que tía Prudencia.
-No, más todavía, yo me acuerdo bien.
Al otro día los despertó un cloqueo como de gallina enferma. Todos supieron que era Benefrida, así que se taparon mejor y volvieron a dormirse pensando vagamente que las cosas estaban saliendo en su hora. Todos evitaron mirar hacia el gallinero ese día y el otro y el que venía después, hasta que resultó inevitable dar de comer a las gallinas. Así fueron descubriendo uno a uno que a Benefrida le gustaba más que nada el afrecho mojado, que odiaba los restos de comida de la casa y que prefería el agua de lluvia que quedaba preso en un pedazo de teja vieja.
Un día, hizo su aparición por la casa pa'i (11) Setrini. Nadie tenía [27] tiempo para quebrantarse, así que enseguida le dieron la razón: había que sacar de allí a Benefrida. Tampoco tenían tiempo para esperar, por lo que entraron seguidamente al gallinero, dispuestos a hacer lo necesario. Un largo lamento marcó el comienzo de ese primer acto de la vida inerte de la niña.
El segundo acto puede ser resumido así: Benefrida sentada en el sitio exacto entre la batea de los chanchos y la planta de pomelo. Benefrida mirando las gallinas cuando comen, las gallinas cuando cacarean, cuando ponen huevos, cuando cuidan a sus pollitos que dicen pío pío, cuando pelean por una lombriz. Benefrida controlando minuciosamente el rectángulo de sol sobre el horcón del gallinero. Benefrida viendo llegar la noche presa de feroces ataques y desvarío.
El doctor dijo al instante que era epilepsia, la abuela calculó que se trataba de calentura natural, el pa'i dijo que era pecado. Ningún medicamento, ningún rosario, pudo evitar ni uno solo de los ataques: llegaban puntales apenas las gallinas subían a la planta de pomelo. De eso hace cuarenta años, y todavía hoy Benefrida sigue mirando el gallinero, done ya no hay gallinas sino sólo la pobre planta de pomelo vieja y carcomida por los horribles gusanos que se trajo una vez el viento del norte y que terminaron comiéndole el caracú (12) hace cinco años.
Pero en la casa, donde nadie tiene tiempo para quebrantarse y tampoco está para aguantar los golpes de la vida además de las enfermedades propias de la vejez, sólo cuentan de vez en cuando -si se les pregunta- que es demasiado trabajo puchar por la vida, y encima tener que estar sacándole a la tilinga las dos o tres plumitas que le salen en la espalda, fenómeno que se le repite cada vez que alguien, por compasión, asco o descuido, procura moverla de su sitio. [29]

Vecina La Mercé

Esa noche, Antonio se decidió a curarse del amor de una vez por todas. Estaba seguro: sólo si lograba poseer a la Mercé en cuerpo y alma podría ir olvidándola y con un poco de ayuda de Dios y de su finada madre, seguramente iba a ser capaz nuevamente de cumplir con sus deberes maritales que nunca jamás deben desatenderse si no se quiere aguantar después una yeta (13) que no se suelta más ni siquiera rezando pésame Dios mío en siete iglesias distintas un Viernes Santo.
Hacía como tres meses que Antonio vivía del aire. Nicanora terminó dándose cuenta de la soledad en que la había sumido su hombre en el catre de vacapi (14) cuando lo vio sentado a las dos de la mañana con los ojos bien puestos en la casa de la vecina, exactamente entre la puerta de madera comida y los helechos.
Estaba destinado a no saber nunca bien si fue la desesperación de Nicanora o su deseo que ya era demasiado urgente lo que hizo que se decidiera de una vez a poner fin a tanto sufrimiento. Y como en realidad ya no podía más de amor y estaba a punto de cometer cualquier desacierto, con el poco raciocinio que le quedaba consideró que igual le convenía derretir esa piedra caliente que le entraba en los huesos como los clavos al pobre Jesucristo.
Esa noche, apenas el sueño salvó a Nicanora de seguir viendo a su Antonio con los ojos puestos en otro lado, dejó que su humedad traspusiese los portones de la prudencia. Sudaba hasta la desesperación cuando saltó el cercado de alambre de púa y el hediondo [30] chiquero hasta llegar después de su alma entre los helechos y la puerta de madera comida. Antes de darse cuenta se encontró en la piecita oliendo con apuro ese aroma impensable que subía justo del centro de la cama.
En el escaso trecho que faltaba para alcanzar a tocar a la Mercé, fue palpando en el suelo un bicho, una vela apagada, un trapo y una palangana llena de tierra. Su locura determinó enseguida que todo ello había sido puesto allí a propósito para retardar el gozo del amor y hacerlo más dulce todavía. Una respiración como remota lo soltó del todo hacia adelante, y ya no quiso saber nada más del mundo.
A medida que iba destapando a la Mercé, pura cabellera negra y piel de luna sobre la cama, su destino se iba cumpliendo gota a gota. De algún modo en el que no tenían nada que ver sus ojos que habían quedado para siempre puestos entre la puerta y los helechos, pudo ver enteramente a la Mercé, pura cabellera, cuencas vacías, huesos blancos.
Nicanora sintió el alfiler de su llanto alas dos de la madrugada. Tuvo la seguridad de que había sido abandonada a la soledad para el resto de su vida, cuando vio a su Antonio con los ojos perdidos sin remedio en la casa de la Mercé. [31]

Los chanchos

Los chanchos cavaron hasta más no poder. María Gertrú volcó el contenido del tacho de comida en la tierra. María Gertrú se miraba hacer estas cosas sintiendo que las palabras se le trancaban en la saliva sin que pudiera escupirlas ni procurando. María Gertrú vivía sentada en la rama baja del yvapov. Los parientes más próximos habían aprendido que era inútil tratar de arrancarla del silencio y del árbol. Desde donde miraba fijamente a los chanchos que cavaban día y noche hasta más no poder. Justo donde ella solía volear el contenido del tacho de comida para que ellos siguieran el ritmo de su fiebre.
El hueco en la tierra se fue ahondando. Hasta que entre descanso y descanso de estómago los chanchos pudieron tener la felicidad de dormir metidos allí por turno riguroso. Mientras ellos dormían María Gertrú paraba un rato su agitación desmedida hasta que no aguantaba más y soltaba las frutas más cercanas del yvapov, confiada en el instinto inagotable que los hacía mover otra vez las pezuñas, movimiento que María Gertrú acompañaba inevitablemente con las palpitaciones de sus dedos. Una vez antes de eso la muchacha se había negado a entrar a la casa y nadie pudo arrancarle el empecinamiento de los ojos que hurgaron sin parar el sitio exacto de su salvación. De donde quisieron sustraerla Negra y Aparicio tomándola de los sobacos. Pero ni el peso de la obligación familiar impidió que finalmente la olvidaran, para lo cual sólo tuvieron que dejarla sentada en la rama baja del yvapov, sitio único en el mundo en que lograron que no siguiera gruñendo como los chanchos.
Por lo que al principio no pudieron identificar quién había gritado de ese modo desde el patio, allá donde el hueco en la tierra [32] se iba haciendo cada vez más profundo. Negra y Aparicio forzaron juntos la memoria hasta que les fue posible apartar del resto de los sonidos la voz de María Gertrú. La muchacha gritaba perdida en el centro de la tierra y el ruido de los chanchos, cavando con las uñas y la ansiedad, arrancando terrones de tierra, arañando, rompiendo, sacando los dientes, sudando. Negra y Aparicio la vieron descuajar el mundo hasta el grito final y el desmayo.
Recién entonces pudieron olvidarla para siempre jamás, en el mismo instante en que vieron el cuello del kambuchi (15) que salía apenas pero que ya dejaba ver su glorioso contenido de oro y locura y desesperación. María Gertrú jamás despertaría del sueño sin ventanas en que la había sumido la plata yvygui (16), desde que los primeros póras (17) entraron al patio de los tres hermanos mediante un temblor del cielo y una resonancia de la tierra mojada. [33]

El apepú

No es que Toma'i fuera mudo ni escaso de entendimiento. Pero andaba por el mundo como pandorga sin liña. Terminaron por dejarlo en el único lugar capaz de calmar su llanto y esos gemidos como de deudo de muerto. Entonces instalaron al niño frente a la máta (18) de apepú (19), y desde ese momento todos pudieron desentenderse de su presencia sin gran esfuerzo. Tardes hubo en que el mita'i (20) se negaba a entrar a la casa. Lo sabían por el silencioso estironeo que los ponía fuera de sí, lo sabían al ver que el enojo le rompía en dos el moco de la cara.
Poco tiempo pasó para que dejaran de esforzarse por quererlo, lo que hicieron sin sentimiento de culpa porque en eso se apoyaban unos a otros y después de todo el niño parecía no querer a nadie. Su delirio acabó con toda la paciencia que había en la casa de una sola vez. Se cansaron verdaderamente y mediante eso Toma'i pudo tenderse en paz los días enteros junto a la planta, sobando con sus deditos el nacimiento de las raíces, sin que nadie perdiese los estribos por eso. La desidia familiar había llegado hacía rato al colmo, pero él parecía agradecido cada vez que olvidaban meterla a la casa cuando llegaba la noche. La abuela Tomasa era la única que se pasaba los días persiguiendo con los ojos la obsesión de la criatura. La abuela Tomasa vivía llena de humillaciones y miedos. Se sentaba en su corredorcito en una hamaca. Se hurgaba la nariz, armaba su rodete con ayuda de un aropi (21) de oro que cuidaba más [34] que su vida o frotaba por sus piernas ensumidas (22) un pedazo de grasa de gallina que nadie más que ella podía tocar. La abuela Tomasa cayó en desgracia desde cierto rapto de taradez que tuviera como fruto de los cuatro vasitos de licor de huevo que se tomó sin respirar en memoria de tío Ceferino, quien murió pidiendo que le acercaran un traste (23) de mujer para no irse al otro mundo con las ganas. Fue cuando eso que la familia aprovechó para confinarla a una piecita en el fondo del patio, y jamás volvió a tomarla en serio aunque ella no volvió a reírse en toda su vida.
A medida que los otros se las arreglaron para no acordarse más de la molestia, Inocencia Socorrida enloquecía de pavor cada vez que veía a su hijo prendido a la planta de apepú. Le corría por la mente la idea de cortar el árbol pero las cuatro veces su intención chocó con las manitas llenas de tierra de la criatura. Inocencia Socorrida terminó haciendo la señal de la cruz cada vez que veía desde la cocina a Toma'i prendido al árbol de sus pesadillas.
La abuela Tomasa miraba cuanto iba aconteciendo y cada vez el rodete le salía más apretado y tenía que pasarse más veces el pedazo de grasa de gallina por las piernas ensumidas si quería contentarse. El apepú ese año reventó de flores y era tan intenso el olor en esa parte del patio, que únicamente Toma'i era capaz de aguantarlo. Juntaba minuciosamente los pétalos blancos que caían en círculo y reconstruía flores sobre las raíces del árbol. Mientras duró el tiempo de las frutas Toma'i se alimentó exclusivamente de la pulpa y hasta las hojas, lo que alivianó a todos del trabajo de llevarle de vez en cuando algo que comer y tomar. A medida que las manos se le quedaban amarillas y agrias el niño fue centrando su silencio y cuando la abuela notó su desesperación se instaló del todo en la hamaca esperando lo que había de pasar sin falta.
La lluvia del Viernes Santo comenzó con un rayo que echó [35] abajo la planta de apepú, momento exacto en que abuela y nieto llevaron corriendo su ansiedad hasta el árbol arrancado de cuajo. Toma'i empezó a cavar con apuro en medio de un llanto que le corría a chorros por el alma y que sólo la abuela podía ver porque era como si tuviera memoria de esas cosas desde antes, hasta que sus manos amarillas y agrias sacaron del todo la cajita de madera podrida que tenía dentro un poquito de tierra y unos cuantos huesos como de paloma muerta.
La abuela Tomasa se acostó esa noche tranquila por primera vez, después de acunar entre sus brazos a Toma'i para irle contando con esmero aquella vieja historia familiar que terminaba con un angelito enterrado en una cajita de madera, hasta esa lluvia del Viernes Santo que comenzó con un rayo. [37]

Karai Simó

Por vigésima vez iba a pasar solo el Año Nuevo desde que su mujer lo dejó y para dejarlo tuvo que bajar corriendo el tape po'i (24) que lleva al arroyo de las ánimas en pena antes de que el amor la hiciera volver a los brazos atormentados de su hombre. Karai (25) Simó se quedó mirando las piernas secas de la ingrata y caprichosa Vicenta Encarnación y la cabecita negra de su hijo Juan que se iban de su vida hacia el rancho de la abuela. Para aguantar el golpe y aguantar la vida tuvo que pasarse los meses y después los años que seguían, mirando el florecer colorado de las batatas desde donde podía espiar de costado el viejo camino por donde podía haber venido Vicenta de nuevo a su vida, si no hubiera sido tan burra.
Karai Simó remediaba un poco su desgracia haciendo todas las cosas como las hacía en el tiempo de bonanza en que su mujer todavía estaba en la casa y Juancito era un gozo lleno de hoyuelos que no lo dejaba ni dormir ni estar despierto. Juntó sobre la mesa en el patio todas las frutas que precisaba, aspiró un rato el olor de tierra nueva del cántaro y un rato después iba alzando con el jarro el clericó (26) de vino dulce que sabía casi a Vicenta, casi a la piel quemada y generosa de Vicenta, casi a sus senos resbalosos.
Por vigésima vez Simó se puso su camisa almidonada de aopo'i (27) después de bañarse con el agua fresca del pozo bajo la parralera doblada de racimos jugosos. Colocó sobre su catre una sábana blanca que olía a pachulí (28), se sentó a esperar no sabía qué, llenándose [38] la boca y el alma del clericó que iba sorbiendo con ayuda del jarro y cuando llegó las once de la noche estaba definitivamente llorando, él solo en la casa, él solo en medio de las bombitas que sonaban lejanas, él solo por vigésimo año.
Cuando comenzó a divisar el bulto que venía llegando por el tape po'i desde el arroyo de las ánimas en pena, apartó apurado lágrimas y resignación y por un momento volvió a creer que era Vicenta Encarnación que venía a pasar con él el Año Nuevo. Era para ese momento que había estado mirando fijamente el florecer colorado de las batatas por tantos años. Era para trenzar con adoración sus cabellos oscuros, para apretar sus senos resbalosos, aspirar su olor a madreselvas y naranjas, tumbarla sobre el catre y quererla como antes, morderla despacito en la mejilla derecha hasta llevarla a la orilla del dolor, ponerle con la boca una dalia morada entre los dedos.
Después se durmió con el cuerpo apaciguado entre los brazos lánguidos de su amada y caprichosa Vicenta. Despertó estironeado por Juan que le decía lo imposible: su madre había muerto de repente esa medianoche.
Cruzó corriendo el arroyo de las ánimas en pena, hasta que estuvo mirando cómo su Vicenta reposaba quieta y sorda y muda para siempre, con una dalia morada entre los dedos y una huella de mordisco en la mejilla derecha. [39]

El pelo colorado

Ernestina se pasó la vida arrancándoles huevos a sus gallinas casi antes de que ellas los pusieran voluntariamente. Eso ocurrió desde la vez que vio el pelo colorado en el calzoncillos de su concubino. El pelo colorado casi tenía vida. Parecía que la estaba mirando, parecía que hasta tenía dientes y labios, ella veía en el centro de su color impúdico una sonrisa burlona. No pudo vivir en paz desde entonces. Probó té de tilo, de menta, de naranja dulce, pero cada vez la resignación era más imposible.
Ernestina no tenía el consuelo del rezo. No podía concentrarse y enseguida se olvidaba de los pasajes más complicados. Emestina entonces comenzó su trajinar en busca del milagro, hasta que dio con el hombre que le mantuvo la esperanza. Por eso se pasó la vida arrancándoles huevos a sus gallinas casi antes de que ellas los pusieran. Fue después de que le cumplió al curandero llevándole uno a uno los elementos para la transformación. Un viernes de luna entera fue capaz de entrar hasta la mitad del cementerio para llevarse en una bolsa de trapo tierra de muertos y el dedo de un angelito recién puesto. Mientras le daba tiempo al tiempo para que el payé (29) surtiese efecto, cosa que dependía de la fuerza de los huevos porque las gallinas de la casa estaban siendo trabajadas para que apenas entrase al patio el hombre, se sintiese incapaz de volver a salir ni siquiera para ver a la dueña del pelito inmoral, Ernestina tuvo que ir entregando uno a uno sus anillos, zarcillos, cadenillas y vasos finos. Hasta que no le quedó sino su dignidad de mujer, que igualmente corrió a depositar en las manos del curandero [40] con deseo auténtico de recuperar el amor de su concubino. Después de esa demostración de fe al curandero no le quedó más remedio que demostrar resultados, así que entregó a su cliente un perfume para la pasión.
Todas las tardes la mujer se ponía una gota del líquido oscuro en las manos y otra en la entrepierna. Hasta que se dio cuenta de que ya no era necesario. El perfume de la pasión, o un pelito colorado enterrado para siempre en el vientre de un pajarito que se murió asfixiado, logró llevar al traidor hacia un punto en que el anhelo por la carne machucada de Ernestina pronto fue insoportable para ambos. Cansada de tanto arrebato y al borde de la locura, Ernestina volvió al curandero para pedirle el reculamiento (30) del payé, en razón de que el hombre le impedía comer y le impedía dormir, le impedía salir con tranquilidad de la casa debido a los celos desenfrenados y en líneas generales no la dejaba vivir como se debe, a causa del amor. Pero el milagro sería sin devolución. El pájaro que contenía el pelo perverso había sido llevado al arroyo una tarde de lluvia torrencial. Ni todos los huevos que Ernestina iba llevando al payesero a medida que los iba sacando de las gallinas casi antes de que estas los pusieran por gusto, pudieron remediarle la situación. En medio de su cansancio de mujer eternamente acosada, en medio de manotazos y olores repulsivos que cultivó con dedicación en su cuerpo para alejar al indeseado, dos veces no pudo seguir aguantando el asco y así fue que lo acuchilló mientras era amada física y espiritualmente hasta decir basta. Como no murió, el anhelo le entró al hombre con más fuerza, y perdonó a Ernestina al instante.
-¿Las dos veces?
-Así mismo.
Aunque ella sigue saliendo hasta ahora todas las siestas a buscar con desesperación un pajarito y un pelo colorado. [41]

Ángela Pura

A sus quince años tenía una sabiduría que se podía oler a la legua. Era imposible aguantar esos ojos de niña vieja que desmentían de golpe la carita de inocencia y su cuerpo hinchado de sevo'i (31). Abuela Esperanza no la podía ver: el diablo andaba por la casa cuando esa chiquilina movía su carne marrón bajo la resolana, decía.
Ángela Pura era guardada por las tías. Día y noche ellas la seguían con la vista, estuviera prendida a los platos sucios o chupando embelesada una naranja tras otra. La controlaban porque en la familia era la última mujercita que quedaba sin conocer hombre. La controlaban porque esa chica tenía algo que hacía desvariar y de eso cualquiera se daba cuenta. Hasta el abuelo Catá la seguía con la respiración caliente, no importaba que estuviera delante abuela Esperanza que predecía alargando las palabras como en un rezo o plagueo sin utilidad.
-El diablo anda cerca.
-Ave María Purísima.
Día y noche las tías se quebrantaban, alargaban sus narices y procuraban recordar por dónde comenzaba la historia de la madre que parió tal hija. Querían culparla de la absurda telaraña que había ido envolviendo la vida de Ángela Pura hasta hacerla el bocado más apetecible para parientes y extraños, y también el más imposible.
La tal madre se había muerto mirando a la tal hija. [42]
-Que en gloria esté.
-Que Cristo Nuestro Señor se apiade de ella que era tan porfiada.
-Además de eso que ya sabemos.
-Que ya no importa, Dios nos guarde, no hay que decir.
-Después de todo, pobrecita, no tuvo buen ejemplo.
-Pero que no hable mal la gente de nosotras, siempre hicimos las cosas según Dios manda y con arreglo a la Constitución Nacional.
-Y encima no somos sus parientes de sangre.
-Si no por culpa del primo Rosendo.
-El que sufría de hemorroides y de maldad sin asidero.
Ángela Pura había mirado tanto a su madre, o esta a ella, que enseguida todos supieron cuál iba a morirse sin falta. Cuando la cara de la madre quedó al fin definitivamente pálida, resultó que el cadáver ya no dio trabajo: todo estaba listo, y hasta se había llorado con anticipación. Para la hora del velorio, sólo quedaron la diversión subterránea de los barruntos familiares y el largo relatorio (32) de los escándalos amorosos de las parientas menos allegadas.
Para cuando la niña se decidió a crecer, sus ojos hacía rato le habían robado toda la cara, se habían comido las paredes y los gusanos, se habían apoderado de la casa y de los hombres, del sudor de los perros callejeros y también de todo lo que habían visto quienes la miraban. Por eso, y porque nadie en la casa había olvidado cómo se murió su madre de tanto mirarla, nadie l la miraba de frente en lo posible. En lo no posible, rezaban un Padrenuestro de protección al Arcángel Gabriel por si acaso. Lo demás era seguirla y cuidarla, nadie sabía para qué.
La noche del día de los Santos Difuntos resultó con luna colorada. Eso llenó enseguida de premonición a la abuela Esperanza. Apenas comieron todos de la olla de hierro, se fueron a juntar [43] sus miedos en una pieza desde donde no tenían que soportar los ojos de Ángela Pura y no corrían así peligro de olvidarse de repente de todo lo que habían aprendido con esfuerzo y dedicación.
Los ojos predestinados llegaron tranquilos al bananal. Allí Ángela Pura tumbó su cuerpito cuidado por las tías bajo la luna colorada para que el destino llegara de una vez por todas. Ni se movió cuando supo, con esa sabiduría absurda que le había venido creciendo desde chica para desesperación de ella misma, que allí estaba el esperado, el impensable, enteramente olor a caballo y a mierda de gallina, enteramente imposible, puro sufrimiento ancestral, puro tierra, con su maldición que era la única que podía conjurar aquella otra.
Un aullido que nadie supo de quién provenía marcó el segundo en que el interminable pene del Kurupi (33) (yo decía que esa niña era cosa del diablo) la rompió en dos para siempre. Desde ese momento, sólo la abuela Esperanza siguió recordando cómo había muerto esa niña, de tanto mirar al diablo en el bananal. [45]

Chingolí

-Chingolí, omano niko (34) ña Deidamia.
-E'ána anga (35). Que Dios lacoja (36) confesada.
-Y quién pa le va bañar. Tepoti meme (37) su hija kuéra.
-Dónde lo que está mi chal. Esperáme que mi hijo.
-Traéna luego ya tu rosario de una ve. (38)
-Y mi rosario.
Los perros hicieron tocorré (39) de la noticia de la muerte, no se podía andar un paso pero Chingolí atravesó la mitad del barrio envuelta en su chal de lana y rezando fervorosamente un rosario por el alma de la fallecida que por lo menos era buena casada y aguantadora de su marido. Detrás de ella venía el loquito trotando y tocándose los talones con las puntas de los dedos de las manos, cosa que descontrolaba sin falta a Chingolí pero aguantaba cristianamente porque los tilingos son protegidos de nuestro Señor Jesucristo de los Clavos, que es el único que sabe para qué los puso en el mundo tal como son.
Los gallos anunciaron el acontecimiento a la medianoche, tres minutos después que el loquito que podía oler la muerte y por eso siempre se adelantaba, cosa que le hacía sonreír contento cada vez que podía pensar. Conocida era la projimidad del muchachito, y todo el mundo estaba seguro de que esto era por obra y gracia de [46] la Virgen de los Dolores, para demostrar la grandeza del Todopoderoso.
Pronto Chingolí estaba haciendo todos los cumplimientos elementales de su oficio, como llorar prendida al cuello del pariente más insensible hasta hacerle lamentarse como corresponde, saltar histéricamente ante la sombra amarilla de la difunta, recordar a gritos lo buena que fue en vida, poner bajo la cama un vasito lleno de agua para que el espíritu de ña Deidamia pudiese beber por última vez como era de rigor, eliminar de golpe todas las santa Rita y reemplazarlas por olorosos jazmines, hortensias y ramitos de resedá, controlar que alguien se encargase de preparar cocido, de limpiar la salita donde tenía que exhibirse a la finada apenas amaneciera, de llamar a los deudos más lejanos sin olvidar a ninguno, de arrinconar a los niños en una pieza para que no molestasen a los dolientes.
Nadie conocía como ella la manera de limpiar tal cual se debe a un difunto. Salió a arrancar del patio hojas de ruda, ka're y menta. Por la mirada desamparada del perro enseguida se dio cuenta de que estaba helando.
-Estos judió (40), ni la latona (41) prepararon. Para eso una se toma el trabajo de morirse decentemente.
-Allaite etá sobre el pozo, Chingolí. Yo te traigo ahora mímo, no te enójena.
El loquito fue y vino trotando, tocándose los talones descalzos con una de las manos, no se sabía si de puro frío de puro tilingo. En la otra traía la latona que tenía en su fondo un espejo de agua helada. Entraron y salieron, y pronto la fallecida estaba metida entre el agua de la latona y el canto extraño del loquito, costumbre esta que sin falta emocionaba a Chingolí y la hacía llorar porque entendía que Dios hizo para algo a los niños cabezudos y a los tilingos. Como siempre en estos casos, se puso a chupar a sorbos su [47] propio moco arrastrando una oración por los difuntos y también un Dios te salve reina y madre.
-Ha de tener frío pa, Chingolí.
-Los muertos no sienten frío, mi hijito.
-Entonce na vamo ponele desnudita nomá en su cajón.
-E'ana, eso no se dice, herejía es y ofensa porque su espíritu no se puede presentar sin la virtud de la ropa delante de nuestro señor.
-Y entonce pa tiene frío.
-Y sí mba'e. Pasame su brazo, sobale un poco porque así mante vamos a poder manejarle.
-Yo na lavo su humanidá (42), Chingolí, dálena.
-¡Jesús! date la vuelta mi hijito, andá a traerme otra sábana mba'e. Para secarle.
Pronto la difunta estaba limpia como ella sola y seis de sus agujeros cubiertos con menta y ka're. Dos moneditas hacían luna llena sobre sus párpados cada vez que la luz de las velas se hamacaban con un soplo de aire.
-Pobre anga Eleonora, Cándida y Estercita.
-Mba'e. Tepoti memete son.
-Y dónde pa está don Tomás.
-Oime okete (43).
-Que la Virgen ampare a la finada y perdone a su viudo.
Las parientas principales opinaron por turno que la nariz de ña Deidamia parecía afilada y que sus mejillas estaban casi coloradas. Alguien preguntó y eso era algo que hacía enojar sin falta a Chingolí, pero ella se resignaba cristianamente y respondía.
-Es porque le fregué con la florcita colorada.
-Para que no esté tan fea.
-Y que nadie se asuste.
-¡Ayyyyna mamita! [48]
Chingolí empezó el primer rezo con la finada todavía en la cama y a medida que iba agregando emoción al rosario con frases de su propia cosecha, sentía que cumplía su designio en la vida. Para cuando Eleonora, Cándida y Estercita se habían desmayado tres veces cada una, hizo la pausa necesaria para que entrase de repente el canto extraño del loquito. Empezaron las lamentaciones, salieron por la ventana ordenadamente y fueron a pisar la hierbabuena helada para irse de allí casa por casa. Chingolí recitó los misterios aplicadamente y dijo una oración por las ánimas del Purgatorio.
Después se encargó de que la finada estuviese bien cómoda, en el cajón, que llegó recién a las siete de la mañana. Le sacó las dos monedas que para esa hora ya habían cumplido su misión, colocó una ramita de ruda bajo la almohadilla y controló que el vasito de agua se colocase justito bajo la mesa donde había sido puesta ña Deidamia con sus dos mejillas casi coloradas. Hizo la señal de la cruz y pidió perdón por sus pecados, aprovechando la ocasión.
-¿Y tu devoción, Chingolí?
-Ya voy a hacer mi hijito.
Juntos empezaron un largo rezo que no tenía final y era para ir adormeciendo la casa entera. El tilingo se dedicaba a alzar las piernas cada vez que no se le miraba, y era para tocar con delicia o desentendimiento sus talones, una vez con la derecha, una vez con la izquierda y vuelta lo mismo. Se quedó como estaca cuando vio que Chingolí sacaba de entre su corpiño un puñal con olor a ruda. Cayeron sobre el cajón pedacitos de aroma y Chingolí cumplió su devoción. El rostro del tilingo resplandecía de dicha o pavor. Cuando salieron, ella envuelta en su chal marrón y él trotando detrás, ella soportando con cristiandad la histeria que le producía siempre la ocurrencia del mita'i que no paraba de tocarse ya saben qué, él pidiendo como si tuviese en la boca algún caramelo de azúcar.
-Chingolí, vamo pue ver.
-Más allá, mi hijito, más allá.
-Pero vámona ver ya. [49]
-Y bueno mba'e.
El dedo meñique de la finada, bien envuelto en ruda y menta, estaba helado. Chingolí lo supo enseguida por los ojos desamparados con que la miró el muchacho mientras lo tuvo apretado sobre su pecho. Después de eso vino la emoción del canto extraño que les sale a los tilingos del fondo del alma, con propósitos misteriosos que sólo Dios conoce. [51]

Acerca de la autora

Acerca de la autora

Biobibliografía

Amanda Pedrozo nació en Asunción, Paraguay, el 14 de diciembre de 1955.
Estudió Letras en la Universidad Católica. Trabajó en varios diarios y revistas del país como periodista, y actualmente es directora del Dario Popular.
Integró el Taller de Poesía Manuel Ortiz Guerrero, con cuya editorial publicó sus primeros poemas: Poesía Taller, Y ahora la palabra, Poesía Itinerante. Con este grupo, participó en recitales, festivales, tertulias literarias, Káso Ñemombe'u. Publicó en varias antologías nacionales e internacionales.
Actualmente forma parte del Nire (Núcleo de Integración Regional de Escritores) y de Los Puños de la Paloma. Participó de mesas redondas, congresos, simposios, recitales y ferias del libro, en Santa Fe, Corrientes, Florianópolis, Entre Ríos, Resistencia, Ituzaingo, Porto Alegre, entre otros. Publicó sus cuentos en la revista "Palabras Escritas" y en "Prostibularias", ambas del Nire, así como en la antología virtual "Desde el silencio", de "Los Puños de la Paloma".
Publicó: "Mujeres al teléfono y otros cuentos" ( juntamente con Mabel Pedrozo); "Las cosas usuales" (poemas); "Mal de amores" (poemas), "Diario del bosque del Este" (cuentos para niños).